Me llamo Laura y he venido a hablarles de la cuarta ola. Súbanse.
Disculpen que me presente, y disculpen también que no lo haga de una manera convencional. En estos tiempos en que existe la errónea creencia de que todo tiene ya una respuesta, empiezo a comprender por qué tantas preguntas sin resolver sobrevolaron mi infancia.
De pequeña no entendía por qué era tan importante que no me manchara la ropa al jugar, cuando diversión y pulcritud son dos términos que deberían venir marcados en el diccionario como antónimos absolutos. No entendía por qué tanto en el parque como en el colegio, a excepción de algún profesor, nos dividían en dos equipos claramente diferenciados por sexos. Por supuesto, yo pertenecía al de las chicas, de quienes además se me decía que no debía fiarme porque ya se sabe cómo somos las mujeres. No entendía por qué debían gustarme las muñecas y jugar a maquillarme, cuando en mi casa era feliz con cuentos que me contaran historias interesantes, puzles que hacía y deshacía sin descanso y todo tipo de juegos que no tenían por qué ser de color rosa. En definitiva, no entendía por qué ese espacio de lo femenino me resultaba tan asfixiante, hasta el punto de sentirme un bicho raro que es culpable de no encajar en el molde que se le ha asignado.
Hubo épocas en las que creí que aquello podía solucionarse, y que pedir muñecas por Navidad haría que me acostumbrase a ellas. Nada más lejos.
Hace un tiempo descubrí que dos de mis películas favoritas en mi infancia hablan en realidad de cuestiones primordiales como son el aborto libre y el sufragio femenino, aun cuando mi mente no alcanzaba a entender siquiera qué era aquello. Quizá lo que me pasaba es que ya me estaba rebelando contra el sistema. Quizá lo que me pasaba es que mi instinto ya estaba planeando desafiar la rigidez del molde. Ahora mismo es 2019 y, aunque el feminismo es un término en boca de todo el mundo, si algo tengo claro es que quedan muchos moldes por romper, pero al menos estamos empezando a identificarlos.
No estoy hablando solamente de la violencia estructural que supone que mil hombres hayan matado a otras tantas mujeres en los últimos quince años, sino también del hecho de que una mujer como yo tenga que plantearse la dicotomía de si tener hijos o seguir con su carrera profesional, a sabiendas de que las dos cosas van a ser difícilmente compatibles por mucho que hayamos aprendido con Disney que querer es poder. Por supuesto no somos las primeras en quejarnos: antes de nosotras y durante décadas mujeres en todo el mundo se han dejado la voz, la piel y hasta la vida denunciando lo injusto del sistema. Pero el sistema se llama patriarcado, y es tan intrínseco a todas las capas de la sociedad que es necesario dinamitar muchos cimientos para llegar al fondo del asunto. Por eso estamos aquí en 2019 todavía luchando contra él. Por eso necesitamos todas las manos posibles. Por eso debemos aliarnos, porque el patriarcado no oprime solo a las mujeres, sino que el rol que tiene reservado a los hombres es igual de rígido.