La ciencia, y todas las áreas de investigación surgidas de la Ilustración, sobreviven gracias a que «ponemos a cero» los . . . juicios morales. Los investigadores alimentan la convicción de que nada es sagrado y de que siempre debe cuestionarse la autoridad. En este sentido, para los cimientos intelectuales de la ciencia, Voltaire es más importante que Descartes o Newton.
Tras rechazar cualquier autoridad central, los miembros de un área de investigación solo pueden coordinar sus esfuerzos independientes si mantienen un compromiso inquebrantable con la búsqueda de la verdad, imperfectamente establecida a través del consenso aproximado que surge de muchas evaluaciones independientes de hechos y razonamientos difundidos públicamente; evaluaciones realizadas por personas que aceptan los desacuerdos bien argumentados, que reconocen su propia falibilidad, y que disfrutan atacando cualquier presunción de autoridad intelectual, y no digamos de de infalibilidad.
Incluso cuando funciona bien, la ciencia no es perfecta. Nada que tenga que ver con gente lo es. Los científicos se comprometen a buscar la verdad aunque son conscientes de que la verdad absoluta nunca será revelada. Lo máximo a lo que pueden aspirar es a un consenso que establezca la verdad de una afirmación de la misma manera aproximada en que el mercado establece el valor de una empresa. Puede ir mal, a veces muy mal. Pero con el tiempo, los rebeldes que desafían el consenso y los partidarios del consenso que creen importante entender bien los hechos vuelven a acercarlo a la realidad.
A pesar de su imperfección, la ciencia ha tenido un éxito notable en la producción de conocimientos útiles. También es una herramienta benigna para coordinar las creencias de gran cantidad de gente, la única conocida que ha puesto de acuerdo a millones de personas sin usar la fuerza o la amenaza.
Paul Romer: «The Trouble With Macroeconomics» [PDF], Commons Memorial Lecture de la Omicron Delta Epsilon Society, 5 enero 2016 (extr. y trad. La Litera información)