. . . la prohibición del aborto constituye una violación grave de los derechos de las mujeres. Así lo han señalado la CEDAW, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU y el Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo-CIPD. Según estos organismos internacionales, cuando prohíbe el aborto, el Estado se convierte en un auténtico agresor institucional que somete a su control nuestros cuerpos, nuestra sexualidad y nuestra capacidad reproductiva.
Prohibir el aborto supone una violación del derecho a la vida; el derecho a la salud y a la atención médica; el derecho a la igualdad y la no discriminación; el derecho a la seguridad personal; el derecho a la autonomía reproductiva; el derecho a la privacidad; el derecho a la información sobre salud reproductiva (que incluye la educación sexual); el derecho a decidir el número de hijos y el intervalo entre los nacimientos; el derecho a disfrutar de los beneficios del progreso científico; y el derecho a la libertad religiosa y de conciencia, cuando se hace descarado apostolado desde las instituciones. Y supone, además, y sobre todo, una violación del derecho que tenemos las mujeres (como los demás seres humanos) a no ser sometidas a un trato cruel, inhumano y degradante.
Por lo demás, la prohibición del aborto discrimina a las mujeres frente a los hombres pues el embarazo y el parto solo les afecta a ellas, especialmente si hablamos de quienes tienen menos medios culturales y económicos para procurarse abortos seguros y legales. La realidad de las madres que quisieron abortar y no pudieron se estudia muy bien en la Universidad de California (UCSF) en el Turnaway Study. Un estudio (“estudio del rechazo”) que muestra cómo estas mujeres han acabado siendo más pobres, sufren más enfermedades y más trastornos mentales, y son más vulnerables frente a la violencia machista.
María Eugenia R. Palop: «#SeráLey», en eldiario.es ; Madrid : Diario de Prensa Digital, 9 agosto 2018 (extr. La Litera información)