Iris Pallarol Isábal
Iris es abogada, especializada en derechos humanos y acción humanitaria. Ha trabajado en Grecia y México, y aquí en la Litera con la Memoria de las personas mayores de Albelda a través del proyecto «Pel forat de l’altre món»
José Terés, un señor de Albelda muy inteligente, a los 97 años explicaba que había presenciado la huida de miles de personas de la Litera hacia Francia en 1938. Él hablaba así de este acontecimiento que es el éxodo que trae consigo todo conflicto, y que siempre guarda similitudes: “tot rode, tot s’asbocine, tot se trenque, tot cau, a la retirada. Perquè no té control una retirada” [todo rueda, todo se hace pedazos, todo se rompe, todo cae, en la retirada, porque no tiene control (…)]. Él recordaba haber contemplado la cola de gente que haría camino hacia Cataluña y luego hacia Francia y no podía quitarse de la cabeza la imagen de un señor que formaba parte de la comitiva y acarreaba una máquina de coser alrededor del cuello.
Más a menudo se ha hablado de las víctimas de ese proceso como exiliados, que como refugiados o asilados, porque realmente el derecho de las personas a solicitar asilo en el extranjero se formalizó en el año 1951, después de la Segunda Guerra Mundial. En su día, el refugio era una institución que refería al derecho humano a solicitar asilo para quienes huyesen de tal conflicto bélico por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas.
La institución del refugio se ha ido ampliando con el tiempo y está pensada específicamente para momentos de crisis, es por ello que, ante esta institución migratoria, la normativa coincide en algo: huir de una guerra con lo puesto, necesariamente puede implicar irregularidades, ausencia de documentación y cruce de fronteras internacionales… Es lógico que sea así, no se le puede pedir a alguien que está huyendo que pase un momento por casa a riesgo de perder su vida para buscar su título de bachillerato y su libro de familia. Es una institución que basa su existencia en el caos producido por un conflicto bélico. En definitiva, es un proceso migratorio que necesita partir de una situación absolutamente desordenada para existir.
La apuesta unánime por la acogida de personas procedentes de Ucrania en todo el territorio europeo resulta un excelente ejemplo del propósito para el que se crearon los sistemas de acogida mediante el refugio. Y no deja de ser un caso extraordinario porque tanto partidarios, como detractores, del concepto de la “migración ordenada” han aunado esfuerzos en pos de una respuesta social contundente en este sentido.
De momento han salido del país 2,8 Millones de personas, pero se prevé que salgan hasta más de 4 y para ello es primordial que las personas puedan trasladarse rápidamente desde su país de origen a través de fronteras abiertas apoyados por una red de solidaridad entre personas, instituciones, comunidades y países que permita aliviar una grave crisis humanitaria. Por toda Europa se han anunciado medidas que facilitarán la regularización rápida de la estancia de estas personas en los respectivos países de acogida, por una cuestión de urgencia.
Sin embargo, estas medidas legales de regularización rápida, pensada para llegadas masivas de personas que huyen de conflictos, ya existían de antes, en España concretamente desde 2004, y en la Unión Europea desde 2001. Pero no se habían aplicado nunca antes medidas similares. Y en este punto quizás nos preguntemos ¿acaso no ha habido guerras desde 2001? ¿Ni llegadas masivas de personas?
La cuestión es que sabemos que sí. Una búsqueda rápida en internet nos habla de la crisis de refugiados de 2015, traída mayoritariamente por el conflicto sirio. En 2015 llegaron 856,723 personas a la UE a través de Turquía, –más de un 2.000% más que el año anterior, y se registraron cerca de 1,3 millones de solicitudes de asilo en toda la Unión.
En ese entonces, y en los años inmediatamente posteriores, igual que ahora, hubo una reacción social e institucional, los países europeos también tomaron medidas: a final de 2015 Alemania, Austria, Eslovaquia, República Checa y Holanda establecieron controles fronterizos, Hungría construyó una valla de 175 km en su frontera con Rumanía. Incluso en 2016, Dinamarca, aprobó una ley en la que se permitía que los cuerpos de seguridad requisasen dinero y joyas a las personas que llegasen a su país para el pago de los gastos de tramitación de su solicitud de asilo.
Ante una inevitable comparativa en el trato a la respuesta a ambas crisis podemos empeñarnos en buscar razonamientos de todo tipo. Ucrania está más cerca de Altorricón que Siria, es cierto, pero Polonia también está más cerca de Ucrania, en comparación, que Altorricón. En el momento en que llegó la crisis migratoria a Europa, en 2015, los países cercanos a Siria, que vivía un conflicto desde 2011, ya acogían a más de 4,5 millones de refugiados. Solo el Líbano, un país con una población de 6 millones de personas, acogía a un millón de personas sirias.
Igual que traemos a los refugiados ucranianos a España porque, entre otras razones, los países de alrededor, Polonia, Hungría, Moldavia (…), se saturarían en la acogida de esos enormes números de personas; los refugiados sirios llegaban aquí dejando atrás países saturados. La diferencia es que a estos últimos no los trajimos en furgonetas, a ellos les pusimos vallas kilométricas. No los llevamos a los Escolapios de Peralta, los dejamos hacinarse en campos de refugiados aislados en islas griegas, morir en el mar, e incluso los devolvimos a Turquía o a Libia contraviniendo nuestra propia legalidad.
¿Es nuestra culpa que eso funcionara así? Sí y no, un sector muy grande de población se manifestaba en 2015 en pos de la acogida, mientras también se gestaba en toda Europa un movimiento anti-migratorio que ha convertido a aquellos que se encontraban en situaciones vulnerables, en armas políticas. Sin embargo, cuando las personas se comienzan a convertir en un instrumento electoral, es difícil que se produzcan respuestas solidarias que sean unánimes: porque pueden ir en detrimento de nuestra posición en el mundo.
Los abuelos de la generación de José de Roc, el señor albeldense del inicio, siempre aconsejaron “no meterse en política”, y es que cuando nos encontramos ante situaciones contrarias a los derechos humanos, convertir a las personas en posicionamientos siempre tiene un potencial deshumanizante para los sujetos de tales circunstancias. Porque cuando eso pasa, nos atrevemos a hablar menos, nosotras, los medios; porque nos atrevemos a protestar en menor medida siempre que la situación no nos afecte directamente. Porque la actuación de los poderes públicos jamás será contundente, por estar descoordinada; porque en los pueblos evitaremos comentar el tema porque somos pocos y no podemos arriesgar dividirnos por algo que sucede tan lejos (y a gente a la que nos parecemos tan poco).
Pero mientras tanto, sea por guerras, sea por pobreza, las personas -que un poco han dejado de ser personas, para nosotros, para pasar a ser números reiterados de muertos -, seguirán llegando, y no podemos sino ver que un poco sí que está en nuestra mano hacer que eso cambie. Primero individualmente por volver a entender a las personas como lo que son: personas; y conjuntamente para ser lo suficientemente activistas como para exigir coordinadamente, y como mínimo, que se respeten todas las vidas. Como estamos haciendo ahora.