Podadores de Alcampell, pioneros del turismo en los años 60
A mediados de los años 60 del pasado siglo el turismo se convirtió en una de las principales actividades económicas del país. El llamado Ministerio de Información y Turismo se creó en 1962 con el objetivo de explotar a fondo las posibilidades turísticas, de tal manera que mediante la Ley de Competencias Turísticas y el Primer Plan de Desarrollo (1963), se empezó a regular el sector y a orquestar una fuerte propaganda con el objetivo primordial de atraer el turismo europeo, con el famoso eslogan de ‘Spain is different’, y al turista autóctono (si bien con menor éxito) con el lema de ‘Conozca usted España’. De este modo, el número de turistas en España se multiplicó por diez entre 1963 y 1973, convirtiendo al país en uno de los principales destinos de Europa.
Sin embargo, un nutrido grupo de personas de Alcampell practicaba el turismo de masas con anterioridad a estas fechas, y en unas condiciones bien distintas a los estándares que hoy se considerarían mínimamente exigibles para viajar y ver mundo. O al menos esto es lo que se desprende de una investigación que hemos realizado a partir del encuentro de una serie de fotografías en dicha localidad. Más de un centenar de fotos en blanco y negro, repartidas entre numerosas familias de la localidad, muestran a diversos grupos de alcampellenses retratados en lugares tan dispares como el Pirineo, la Costa Brava, Pamplona, Santander, Cartagena, Madrid, Barcelona o Alicante, entre otros. Y todo ello entre los años 1959 y 1963. Es decir, justo antes de la era oficial del turismo en España, en los estertores de la penosa autarquía que sufrió el país durante las dos décadas anteriores.
Las indagaciones realizadas nos han permitido dos cosas: 1) averiguar qué estaban haciendo esas personas en dichos lugares remotos en un tiempo en el que apenas había turismo; y 2) reconstruir los itinerarios de los viajes realizados, con un amplio anecdotario digno de una película de Buñuel, quizá con toques de Alfredo Landa (o viceversa). Veámoslo.
¿Qué hacían esas personas en unos sitios como esos?
Parafraseando a Burning ¿qué hacían unos alcampellenses como ellos en un sitio como ese? En primer lugar hay que señalar que a finales de los años 50 la gente no hacía turismo. Era una idea ajena a la sociedad de la época. En aquellos tiempos tan sólo algunas élites cambiaban de residencia en verano, desplazándose a lugares de montaña o costa para amortiguar los efectos del calor, pero eso no era hacer turismo sino un cambio temporal de residencia, siempre al mismo sitio. Y mucho menos se hacía turismo en el ámbito rural, donde ni siquiera existía la idea de ‘vacaciones’, pues se trabajaba de sol a sol y al ritmo de las estaciones, la climatología y las cosechas, que establecían innumerables obligaciones impidiendo cualquier tipo de desplazamiento de la población, pues siempre había animales que cuidar, cosechas que recoger, etc. Por ello resulta aún más inaudito encontrar a un amplio grupo de personas organizando viajes turísticos, en plena autarquía franquista, justo antes de los impresionantes cambios sociales y económicos que verían la luz durante los años 60. Eran unos precursores, auténticos pioneros del turismo de masas, que surgían de una sociedad desfondada, económicamente derruida y aparentemente sin esperanzas.
Para entenderlo hay que acudir a dos personas que, sin pretenderlo, en un entorno rural en proceso de desmantelamiento, se inventaron una actividad económica insospechada: la poda. Dos personas, Antonio Espluga Fort, de Alcampell, y Jaume Garret Qui, de Lleida, fueron los maestros podadores que iniciaron una saga de cuatro décadas, desde mediados de los 50 hasta mediados de los 90, en las que la poda se convirtió en una fuente de recursos económicos indispensable para muchas familias de Alcampell. Mientras todos los municipios de la Litera Alta (y del prepirineo en general) se despoblaron sin remedio durante los años 60 y 70, Alcampell aún resistió con cierta dignidad. Porque los ingresos de la poda permitieron comprar tractores, construir granjas, pedir créditos, etc., e integrarse así en los competitivos circuitos de la agricultura moderna.
Durante los meses de invierno, los podadores de Alcampell salían cada día (o cada semana) con destino a las fincas frutícolas del área de Lleida primero, de otras partes de Cataluña y de Aragón después, y más tarde de otras partes de España (Asturias, Cantabria, León, Palencia, Burgos, Extremadura, etc.). Se convirtieron en depositarios de un conocimiento técnico muy apreciado por las emergentes explotaciones frutícolas de la época, una fuerza laboral especializada muy solicitada y aún mejor pagada, al menos durante la primera época. Los podadores de Alcampell se convirtieron en técnicos especialistas en la materia, llegando incluso a impartir clases a los técnicos agrónomos de las agencias de Extensión Agraria, que en aquellos años se estaban desplegando por todo el territorio estatal. Hemos encontrado, por ejemplo, numerosas fotos de podadores locales impartiendo cursillos en lugares tan dispares como Potes (Cantabria), Don Benito (Badajoz), Montañana (Zaragoza), Ponferrada (León) o Briviesca (Burgos), entre otros.
¿Quiénes eran, pues, las personas que aparecían en aquellas fotos en blanco y negro posando ante el tarraconense Balcón del Mediterráneo, la concurrida playa del Sardinero o las inmaculadas salinas de Torrevieja? La respuesta no ofrece dudas: Eran los podadores de Alcampell y sus familias, de gira (y de juerga) por la geografía española.
La poda era una actividad eminentemente invernal, y con las propinas acumuladas financiaban un viaje en verano junto a sus familiares y amistades. Eran viajes autofinanciados, que no solo no costaban dinero a los viajeros sino que, al final del viaje, aún permitían repartir equitativamente el dinero sobrante. Un viaje socializado y cooperativo.
Además, las expediciones eran intergeneracionales, pues congregaban desde niños de pocos años hasta personas de avanzada edad, abuelas, tíos y demás parientes, personas de todas las edades y sexos. De hecho, el único rasgo sociodemográfico que tenían en común era el formar parte de los estratos económicamente menos pudientes de la sociedad local, pues los poderosos de la época no necesitaban de la poda para seguir adelante (y por ello, salvo alguna rara excepción, no participaron en los viajes). Por una vez, en plena oscuridad del franquismo, los más desfavorecidos eran los protagonistas de excitantes experiencias vitales.
Los viajes eran autosuficientes en el sentido de que no dependían ni de reservas de hoteles ni de restaurantes, ni nada similar. Cada persona o familia llevaba consigo parte su propia comida, que iba reponiendo a lo largo del viaje, y contaba con su propio fogón de alcohol apto para cocinar en los lugares de acampada.
Porque, y quizá esta es una de las cosas más sorprendentes, el alojamiento se realizaba mayormente en el propio autocar, alquilado para la ocasión. Cuando decidían hacer noche en un lugar, se instalaban sendos toldos a lado y lado del autocar y, voila, ya tenían su hotel de campaña preparado. Los sitios de acampada podían ser en cualquier parte, tanto dentro como fuera de las ciudades. Así, instalaron su campamento en un parque de Pamplona, en la playa del Sardinero de Santander, en un pueblito de Logroño, junto a las tapias del cementerio de Benidorm, o en varios de los incipientes campings que ya empezaba a haber por las zonas de costa, entre otros lugares dispares.
Es decir, su autonomía de viaje era total, a modo de exploradores en tierra extraña, en unas condiciones que hoy día probablemente estarían prohibidas y/o perseguidas por la autoridad competente. Sin duda, en una sociedad tan cerrada y asfixiante como la de la época franquista, tenía que ser todo un espectáculo ver llegar a un autocar de personas venidas de lejos que acampaban en cualquier lugar y deambulaban a sus anchas curioseando por doquier.