En el año 133 antes de nuestra era, el último rey de Pérgamo, Átalo III, al morir sin descendencia, lega su reino y sus vastas posesiones –ciudades y campos, tesoros, esclavos y ganado– a la lejana república de los romanos, el nuevo imperio que, apenas trece años antes, se ha hecho con el dominio de Macedonia y de la vieja Grecia continental. Desconocemos los motivos de esa extravagante decisión testamentaria (que debió de coger de sorpresa a los mismos romanos, que andaban enzarzados a la sazón en la enconada lucha de clases que suscitaron las reformas sociales de Tiberio Graco), pero sabemos que no fue acatada unánimemente. En la pequeña ciudad portuaria de Leucas, un oscuro pariente de la casa real, Aristonico, se proclama rey bajo el nombre de Éumenes III y empieza a juntar una hueste de voluntarios para resistir contra los nuevos amos. Lo cual, desde luego, no pasaría de ser un episodio más de las interminables luchas dinásticas de la época, si no fuera por el insólito empeño revolucionario de ese movimiento que las escuetas noticias de los historiadores antiguos nos dejan entrever. Aristonico, desde el inicio de su azaroso reinado, decreta la liberación de los esclavos; éstos, junto a los pobres del campo y de las ciudades, formarán el grueso de su ejército, al que luego, avanzando tierra adentro, se sumarán las tribus bárbaras de Misia y Caria, que desde generaciones atrás venían resistiendo a la dominación griega. Los combatientes de ese singular ejército libertador se llaman a sí mismos heliopolitas, ciudadanos de la Ciudad del Sol, de una sociedad sin amos ni esclavos.
En un espacio de una o dos generaciones, la explotación masiva del trabajo de esclavos había alterado profundamente los modos tradicionales de vida de las poblaciones mediterráneas, desde la península ibérica hasta el Asia Menor; y las industrias punteras –como hoy se diría– del nuevo modo de producción, las que mayor número de esclavos congregaban en todo el Este mediterráneo, eran las fábricas manufactureras, los latifundios y las minas de los reyes de Pérgamo. Ante la competencia imbatible de las nuevas industrias esclavistas, los pequeños campesinos y artesanos libres se veían abocados a la ruina y la penuria, agravadas por el perpetuo temor de quedar reducidos a la esclavitud ellos mismos, ya fuera como prisioneros en las incesantes guerras entre los Estados, o por decisión judicial, al no poder pagar sus crecientes deudas, o por caer en manos de las bandas profesionales de cazadores de esclavos que asolaban el Asia Menor, con la complicidad interesada de los reyezuelos locales y de los emisarios de Roma, el nuevo imperio que absorbía a cientos de miles de deportados en los grandes latifundios esclavistas de Sicilia y del sur de Italia . . .
Luis-Andrés Bredlow: «133 a.n.e. Asia Menor. La insurrección de los heliopolitas», en Quim Sirera y otros (coords.): Días rebeldes. Crónicas de insumisión ; Barcelona : Octaedro, 2009, p.24~27 (extr. La Litera información)